A propósito del juicio contra un exministro de Seguridad Pública y un expresidente de la República, los salvadoreños volvieron a escuchar de la tregua, que es como el periodismo bautizó al proceso a través del cual los índices de violencia homicida bajaron durante algunos años, en coincidencia con la primera administración efemelenista.
Lo más importante detrás de la tregua fue el ejercicio de análisis que llevó a esos funcionarios a creer que la tregua era el único camino posible para pacificar las zonas más violentas del territorio; también es importante entender las razones por las cuales el segundo gobierno de izquierda revirtió ese proceso y se desdijo de esas ideas. Ninguna de esas afirmaciones soslaya la gravedad de los cálculos electorales y eventuales delitos cometidos por algunos servidores públicos en ese marco y la pregunta es si no era inevitable que de la cercanía con los líderes de los grupos pandilleriles se desprendieran esos efectos, por algo la convivencia entre la institucionalidad y esas fuerzas tan subversivas como criminales era improbable.
Aunque la tregua nació en 2012 como un capítulo de la misma dinámica de los grupos delincuenciales, ya en ese año Mauricio Funes solicitaba a la comunidad internacional que aportara financiamiento para un pacto por el empleo y de la generación de oportunidades para la juventud en riesgo, y de que su objetivo de seguridad era conseguir un equilibrio entre prevención y represión del delito. ¿Fue esa convicción del gobierno, la de que era imposible ganar la guerra contra la pandilla, la que movió a la subversión a ofrecer una suerte de armisticio a cambio de garantía de derechos y la mejora en las condiciones generales de sus miembros privados de libertad? ¿O lo que hubo fue un acercamiento ex profeso de las fuerzas legales y toda la narrativa de una confluencia de voluntades de parte de los criminales fue artificial?
Como haya sido, aquel proceso le permitió a esos grupos una inédita reflexión acerca de su condición de cara a la institucionalidad, a los eventos electorales y a la ciudadanía. El gobierno de Sánchez Cerén desmontó la mesa en la cual delincuencia y legalidad conversaban al mismo nivel, sí, pero de la conciencia política y del poder de coordinación territorial que los criminales descubrieron tener derivarían una década después las acciones que condujeron al régimen de excepción.
En otras palabras, la volatilidad gubernamental en el enfoque sobre la violencia, sus causas y los métodos para combatirla terminó siendo un disparador contra la ciudadanía. El fenómeno de cómo esas diferencias se establecieron entre dos administraciones del mismo FMLN ha sido poco estudiado; no es difícil plantear que la presión estadounidense sobre la tregua y la preocupación norteamericana sobre el empoderamiento que la pandilla gracias a ese paréntesis bélico tuvieron que ver con el cambio.
Sin embargo, la ambigüedad y dudas sobre cuál era el modo más efectivo para acercarse al problema pandilleril, con cuánta represión y con cuánta prevención, acompañaron al gobierno siguiente. Hoy puede parecer imposible pero esta misma administración parecía creer en dinámicas más amplias para reducir la criminalidad y la violencia social no constreñidas sólo ni principalmente con la fuerza punitiva. La tesis del Departamento de Justicia estadounidense es que en un mismo periodo, el gobierno salvadoreño probó con el diálogo, la negociación y luego con un proyecto de exterminio.
¿Qué llevó a los funcionarios a transigir así de rápido de un análisis parecido al de aquel primer gobierno efemelenista a una conclusión diametralmente opuesta? Si la explicación es la ola homicida de hace poco más de un año, ¿en qué etapa se encontraba la dialéctica del crimen con la institucionalidad en ese momento? Las respuestas no son fáciles, las preguntas tampoco pero en esta materia, nada lo ha sido para la nación ni para el Estado salvadoreños.