Las imágenes son elocuentes. Enfundados en camisetas amarillas y cascos naranjas, decenas de hombres golpean con mazos las tumbas del cementerio hasta hacerlas trizas. En las lápidas se lee, se leía, MS13, MS… referencias a la Mara Salvatrucha, al Barrio 18. En ellas están enterrados pandilleros y pandilleras. Los hombres que golpean sin cesar son todos prisioneros, “resarciendo un poco del daño que le hicieron a la sociedad”, según clama el presidente del país. Estamos en El Salvador de Nayib Bukele. La guerra contra las pandillas es total.
El país centroamericano ha sido uno de los más violentos del mundo durante décadas. En los ochenta, una guerra civil desangró a la población; después, con los años, las pandillas sembraron el terror entre los poco más de seis millones de salvadoreños. Nadie va a cuestionar que se intente reducir la violencia; que los homicidios, como celebra Bukele, pasen de 100 a 0 diarios. Lo preocupante es cómo se ha logrado. Desde el pasado marzo, El Salvador vive bajo un estado de excepción después de que en un día las pandillas asesinaran a más de 60 personas. En la práctica, el decreto —que se ha renovado ya siete veces— anula garantías fundamentales y supone vivir sumido en el régimen autoritario de Bukele, que puede hacer y deshacer.
El presidente millennial, como se lo calificaba cuando ganó las elecciones y se pensaba que su llegada al poder con 37 años —hoy tiene 41— traería aire fresco y no el libreto tradicional, modernizado con bitcoins, del caudillo centroamericano, ha comparado la destrucción de las tumbas con lo que hicieron en Alemania con los nazis. Sin pestañear. El mensaje se puede encontrar en su perfil de Twitter, una oda a la propaganda en redes sociales que no tiene igual entre los mandatarios de América Latina. Que no es poco.
En su timeline se puede ver cómo Bukele aprovechó esta semana para cargar contra organismos internacionales como la CIDH, que lo ha cuestionado por violar derechos humanos. Los mensajes, acompañados de vídeos de intervenciones del presidente, se suceden con retuits a sí mismo, una de las prácticas más incomprensibles del mundo de Elon Musk. Ahora, son las organizaciones de derechos humanos, como antes lo fue EE UU, la oposición… Como siempre lo es la prensa.
Bukele y su Gobierno, en una desarrollada campaña en redes sociales, se han encargado de señalar a aquellos reporteros y medios que los cuestionan o revelan lo que no quieren que se sepa. Lo que viene siendo periodismo. El diario digital El Faro y algunos de sus periodistas son el ejemplo perfecto. Cada revelación detallada de los desmanes de su Gobierno, de cómo negociaron con las pandillas, ha venido acompañada de una campaña de odio contra los autores y responsables del medio. No de granjas de bots ni de acólitos de medio pelo. Del propio presidente en todas sus redes.
Sabe Bukele que señalar a periodistas tiene consecuencias. Como en otros países de América Latina, especialmente en Centroamérica, donde decenas de reporteros se han tenido que exiliar para evitar, cuando menos, la cárcel, donde otros penan ya injustas condenas. Es una práctica que no va a cesar. De ahí que incluso su vicepresidente, que fungirá de presidente cuando Bukele se retire para lograr su cuestionada reelección, haya dicho, en una entrevista con este diario, que “medios serios como EL PAÍS, Le Monde, The Washington Post hacen periodismo del Tercer Mundo”.
Decía Bukele que para que El Salvador sea un país desarrollado, como Alemania, hay que hacer cosas como ellos. Desde esta columna tercermundista se está muy de acuerdo: podría empezar por respetar los derechos humanos y a la prensa independiente.