El Salvador sigue embelesado con su líder, que ha anunciado una reelección que supera con creces a lo que hicieron “los mismos de siempre”, en el sentido de ponerle coronas de flores, un requiem y tres paladas de tierra en la espalda a la democracia de ese hermano país. Bukele ha aprendido muy bien y rápido de Ortega: que los proyectos despóticos pueden navegar largo ante la desidia del mundo ante ellos
i la destrucción de la institucionalidad cometida por Daniel Ortega para perpetuarse en el poder en Nicaragua fuera un curso o una maestría, Nayib Bukele sin duda sería un graduado cum laude. La interpretación maniquea de la Constitución Política de El Salvador para justificar su reelección presidencial demuestra que el mandatario “cool” ha aprendido muy rápido el camino para consolidar una autocracia.
Con colegas salvadoreños solíamos bromear que Bukele es un alumno aventajado de las formas autoritarias de Ortega y su alimón Rosario Murillo. Nunca dudamos que el popular presidente se lanzaría a la reelección; la incógnita era cuándo. La duda se despejó el pasado 15 de septiembre cuando Bukele, desbordado del viejo nacionalismo que los autoritarios usan para excusar sus atropellos contra las leyes, dijo que decidió lanzarse a la reelección de 2024, porque El Salvador, que es “un pueblo libre, soberano e independiente”, así lo quiere.
De cierta forma es verdad: Bukele es un fenómeno sociopolítico con una popularidad sin precedentes en la región. Una encuesta del Centro de Estudios Ciudadanos (CEC) de la privada Universidad Francisco Gavidia (UFG) reveló que 60% de los salvadoreños aprueban la reelección, a pesar que media docena de artículos constitucionales la prohíben de forma continua. A pesar de que la reelección ha sido históricamente en Centroamérica la causa de la mayoría de nuestros males.
La puerta para la reelección de Bukele no la abrió solo su popularidad, sino que los magistrados de la Sala de lo Constitucional –que el bukelismo impuso con matonismo político en mayo de 2021– emitieron una resolución favorable tanto como servil a la ambición del presidente. Una ruta similarmente empleada en Nicaragua por Ortega en 2009: eliminó el candado constitucional para la reelección a través de un fallo que sus magistrados obedientes –encabezados por su padrino de bodas y amigo Rafael ‘Payo’ Solís– interpretaron que la prohibición del artículo 147 violaba los “derechos humanos” del caudillo sandinista.
La única diferencia de Bukele con Ortega es que el dictador nicaragüense en aquel momento no contaba –ni nunca ha tenido– la popularidad de su homólogo salvadoreño. El sandinista logró a punta de atropellos y fraudes electorales consolidar su poder omnímodo y en 2014, con la mayoría parlamentaria en la bolsa, reformó la Constitución Política para aprobar la reelección indefinida… y, no bastando eso, puso en la primera línea de la sucesión constitucional a Rosario Murillo, su mujer. Los autoritarios siempre usan la mayoría para aplastar, una contradicción a la concepción democrática de que las mayorías no deben ser usadas para arrasar a las minorías y voces disidentes.
Relato esto porque los salvadoreños, con sus propios matices, insisto desde hace mucho, deben verse en el espejo de Nicaragua. Cuando los poderosos se hacen con todo el control, sus crecientes ambiciones son difícilmente frenadas. Siempre quieren más y se consolida el yugo dictatorial; el que los nicaragüenses vivimos: asesinatos, cárcel, exilio, persecución de toda voz crítica; un totalitarismo rampante para resumir y no hacer un inventario de la ignominia que hoy nos resulta inacabable. El adagio de Lord Acton, usado hasta la saciedad, guarda imperecedero inequívoco: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres malos”.
Y Bukele, grandilocuente, se cree un gran hombre destinado al poder sin contrapesos. A gritos lo dice su figura mesiánica “destinada” para gobernar El Salvador. La desmantelación de la institucionalidad salvadoreña ha ocurrido muy rápido y deja claro que Bukele usará su pesada popularidad para justificarse y nunca para comedirse. Ya reelecto en 2024, Bukele no sabrá detenerse. Los desmanes de hoy serán abiertamente impúdicos en el mañana inmediato. Desde su llegada al poder ha trabajado en ello: la toma del Parlamento arropado con fusiles, la desarticulación de la justicia, imposición de magistrados afines, la lealtad perruna como único método de promoción en su gobierno, destituciones, corrupción… todo ello mezclado con su cualidad de prestidigitador de las redes sociales y el marketing político para moldear a su conveniencia la opinión pública.
Esto último hace más peligroso a Bukele y a la vez más difícil para que los ciudadanos descifren hoy la dictadura que él anuncia, como bien definió El Faro en un editorial. En principio porque Bukele es un presidente efectista que refuerza la idea de que resuelve los problemas medulares de los salvadoreños, mientras vocifera contra las normas democráticas, alegando que han promovido atraso, corrupción y olvido. Otra verdad a medias porque la democracia suele anquilosarse con el paso de los años por culpa de políticos mediocres y corruptos, como los de ARENA y los dos expresidentes del FMLN ahora nacionalizados en Nicaragua. Saquear una frágil democracia está muy mal, desmantelarla es mucho peor. Ninguna debe ser admitida.
El respeto sin medias tintas a las garantías constitucionales establecidas son el único camino para que un país funcione mejor. La primacía de sus instituciones imperfectas ante los caudillos. Porque al final, como propuso Donald Trump y lo hacen otros populistas de cualquier índole ideológica, el modelo demagógico que intentan es un espejismo que conduce al despeñadero; a regímenes personalistas, sucios y violadores de derechos humanos.
El mejor ejemplo es el Régimen de Excepción que Bukele lleva imponiendo desde hace seis meses. Una “guerra contra las pandillas” que, dice él, van ganando. Una política de mano dura que ha contenido los homicidios en El Salvador mientras las desapariciones continúan. Del mismo modo, el Régimen de Excepción ha incurrido en serias violaciones a los derechos humanos y, en un corto plazo, se dará de bruces ante el resurgimiento de la violencia criminal de las maras, porque la estrategia tuvo mala génesis… y carece de un norte sostenible.
Esta “guerra” ha sido y seguirá siendo instrumentalizada políticamente por Bukele para reelegirse. La tentación continuista necesita alegar propósitos, ideales más grandes, para fijar esperanzas que solo pueden ser posibles si los “instrumentos de Dios”, los predestinados, siguen atornillados en la silla presidencial. Y si el Régimen de Excepción se agota como justificante para perpetuarse, Bukele tiene a mano la promesa de megaproyectos, al igual que lo hizo en su momento Ortega con la panacea fallida del Gran Canal Interoceánico. Desgraciadamente, mucha de nuestra gente cree en eso.
El quiebre de las negociaciones del Gobierno de Bukele con las maras –que causó una sangría en marzo de 2022– dio origen a este controvertido Régimen de Excepción que también se configura y fortalece como el mecanismo ideal para la suspensión sin límites de las garantías constitucionales. En el manual del dictador la creación de enemigos es vital para los autócratas y por eso quien critica al bukelismo es tildado de pandillero. Necesitan fabricar enemigos para disfrazar como “batallas” el aplastamiento de las libertades civiles y políticas; el acallamiento de las voces críticas, opositoras, periodísticas y el desdén contra la comunidad internacional para proteger la soberanía de la impunidad en la que actúan y predican.
A diferencia de su popularidad, y que por ahora no ha disparado a matar, Bukele sigue ese camino muy similar –ojo, que no es lo mismo que igual– al de Daniel Ortega en Nicaragua. Los periodistas hemos sido los primeros en decirlo, en especial los colegas salvadoreños, quienes también han sido los primeros en ser perseguidos, difamados y exiliados. La popularidad de Bukele menguará a medida que estos regímenes terminan hiriendo a la ciudadanía, pero eso suele demorar mucho más que el acelerado afianzamiento autoritario.
Mientras tanto, El Salvador sigue embelesado con su líder, que ha anunciado una reelección que supera con creces a lo que hicieron “los mismos de siempre”, en el sentido de ponerle coronas de flores, un requiem y tres paladas de tierra en la espalda a la democracia de ese hermano país. Bukele ha aprendido muy bien de Ortega: que los proyectos despóticos pueden navegar largo ante la desidia del mundo ante ellos. Ya se ha graduado Cum laude en la escuela de los dictadores del istmo, sólo le falta quitarse la toga y cruzarse en el pecho la banda de la reelección. Otra dictadura más se cierne en Centroamérica.